31 de marzo de 2020

¿SABÍAS QUE...? - Número 12






…Don Bosco tuvo que pasar algunas epidemias durante su vida, incluso con los chicos del Oratorio de Valdocco, donde ninguno se contagió del cólera, tal y como les predijo?

DON BOSCO Y LAS EPIDEMIAS (II)

Continuamos con el episodio vivido por Don Bosco de la epidemia de cólera de 1854 en Turín, tan actual en estos momentos de pandemia internacional. Recordemos que el santo exhortó y motivó a los chicos del Oratorio, los envió a que ayudaran a los enfermos garantizándoles que ninguno de ellos iba a enfermar, y así fue. Por el contrario, miles de personas enfermaron del cólera, pero los hijos de Don Bosco quedaron todos sanos. Para ello, puso unas condiciones: “La causa de todo es, sin duda, el pecado. Si todos vosotros os ponéis en gracia de Dios y no cometéis ningún pecado mortal, yo os aseguro que ninguno será atacado por el cólera, pero si alguno se obstina en seguir siendo enemigo de Dios o, lo que es peor, lo ofendiera gravemente, a partir de ese momento yo no podría garantizar lo mismo para él ni para ningún otro de la casa”.
Se trataba, fundamentalmente, de “ponerse en la gracia de Dios”, y extrapolándolo a estos momentos difíciles de nuestra realidad actual con el coronavirus lo vemos como un estado de gracia que, si bien no puede impedir enfermar si nos exponemos a la enfermedad, sin embargo, sí nos ayudará a santificar lo que nos pueda pasar, pues ponerse en gracia de Dios en estos tiempos de pandemia internacional es una tabla de salvación, y a ello nos aferramos.
Continuando con lo que nos dicen las Memorias Biográficas sobre la epidemia del cólera de 1854, relatamos algunos testimonios y experiencias de los chicos del Oratorio que actuaban como sanitarios del momento, verdaderos apóstoles convencidos de la gracia de Dios. Así, recordamos que Don Bosco había sido nombrado Director espiritual de un lazareto en la parroquia de Borgo Dora. Junto con Don Víctor Alasonatti estaban siempre dispuestos para acudir a donde quiera se los llamase. Se alternaban, para que uno de ellos estuviera siempre en casa, pero a veces salían los dos. No se preocupaban de la comida, del sueño y del descanso. Don Bosco se arrojaba al peligro sin tomar precauciones contra el contagio. La primera vez que fue al lazareto se lavó con agua de cloruro, como todos los demás que entraban en aquel lugar; pero después no quiso sujetarse a aquella precaución para no perder tiempo. Velaba día y noche. Durante mucho tiempo no descansó más que una o dos horas en un sofá o en un sillón. Ni hablar de dormir en la cama.
Iba y venía de aquí para allí continuamente con los mayorcitos a donde sabía que había apestados, llevando medicinas, limosnas y ropa.
Entraba en todas las casas en que había enfermos, pero no podía detenerse mucho tiempo, porque eran muchos los que necesitaban su ministerio sacerdotal. Si veía que no había nadie para la asistencia material, dejaba allí o mandaba después a uno de sus muchachos, los cuales pasaban noches enteras junto al lecho de los enfermos. Con su amable serenidad los animaba, alabando su buena voluntad, y jamás soltó palabras que acusaran la menor impaciencia.

La caridad de los jóvenes enfermeros emuló la de don Bosco. Pero no pensemos ni por un momento que no tuvieran que hacer desde el principio un supremo esfuerzo, para superar el miedo a vencerse a sí mismos. Uno de los 14 primeros, que dieron su nombre y se acercaron intrépidamente al lecho de los apestados, bastaría para darnos idea del esfuerzo que hicieron menester para entregarse a aquella obra y aguantar hasta el fin. Porque es el caso que la primera vez que él puso lo pies en el lazareto, al ver el aspecto de las víctimas de la terrible enfermedad, al contemplar sus facciones lívidas y cadavéricas, los ojos hundidos y casi apagados, y, sobre todo, al verles expirar de tan espantoso modo, le entró tal miedo, que se quedó tan pálido como ellos, se le nubló la vista, le faltaron las fuerzas y se desmayó.
Por fortuna estaba con él Don Bosco, quien, al darse cuenta, no dejó que cayera al suelo, lo sacó al aire libre y le animó con una bebida estimulante; de otro modo, puede que hubieran tomado al pobrecillo por un contagiado más y le hubieran metido con ellos.
Realmente, había que tener valor para moverse con entereza por aquellos lugares de dolor y muerte. Porque, además de los desgarradores sufrimientos a que estaban sometidos tantos pobres enfermos, se contraía el corazón de lástima al ver que, apenas expiraban, eran transportados al depósito próximo y casi inmediatamente llevados al cementerio para enterrarlos. A veces parecían vivos todavía y eran colocados con los muertos.
En el lazareto donde prestaban sus servicios los muchachos del Oratorio, sucedió este episodio. Se había llevado hacía poco a la sala mortuoria un cadáver, mientras don Bosco conversaba con el médico. Entró el vigilante en la enfermería y dijo al médico:
-Doctor, aquél se mueve todavía, ¿lo traemos aquí?
-Déjalo allí, respondió burlonamente el médico; pero cuida de que no se escape.
Y dirigiéndose a Don Bosco, continuó:
-Hay que ser inhumanos con las palabras, para no tener que serlo con los hechos. ¡Ay de nosotros si entra el desaliento en nuestros ayudantes! ¿Qué iba a ser de los enfermos?
Efectivamente, era tal el miedo de los sirvientes, que casi había que emborracharlos a la hora de trasladar enfermos o muertos. Es de imaginar la sangre fría, o mejor, la energía que se necesitaba, para asistir sin temblor a semejantes escenas.
Además, durante los primeros días, no sólo había que vencer el miedo a la enfermedad y a la muerte, sino también a las amenazas de ciertas personas. Porque es de destacar que los lazaretos[1], aun cuando muy acertadamente se establecían en los arrabales, sin embargo, eran mal vistos y hasta aborrecidos por los enfermos y por los vecinos. Los enfermos tenían el prejuicio de que allí se morían antes y hasta se les hacía morir, con la agüita (acquetta) los vecinos temían y no sin razón, que los lazaretos corrompían fácilmente el ambiente y ponían en peligro su vida. Por lo mismo, al no haber podido impedir que se establecieran allí, algunos se propusieron hacerlos cerrar o inutilizarlos por los medios más viles e ilegítimos. En el barrio de San Donato, y en algún otro sitio, una turba de golfillos del vecindario se propuso atemorizar a cuantos se presentaban para atender a los enfermos allí recogidos, creyendo que así no llevarían más, al no tener quién los atendiera y curara. Con tal fin, empezaron aquellos malvados por amenazar, siguieron pegando y apedreando, con lo que resultaba que, para ir al lazareto o salir de él, sobre todo de noche, hubo que hacerse escoltar por la policía durante algún tiempo. Precisamente una de las primeras noches, dos de los nuestros, uno el clérigo Miguel Rúa, lo pasaron bastante mal. Salieron del lazareto, y al llegar a una oscura bajada, ya derecho hacia el Oratorio, oyeron un violento bullicio de voces y silbidos, mezclados con gritos de ¡dales, dales! Y no acabó ahí. Porque los locos, agarrando piedras, que abundaban por aquel lugar, les tiraron un montón, pero gracias a la ligereza de sus piernas y a la fortuna de encontrarse con dos guardias del fielato, se libraron de ser alcanzados y malparados. Don Bosco fue apedreado varias veces.
A pesar de tan inhumana acogida, siguieron yendo al lazareto, mientras fue necesario. A continuación, se fue calmando la ira del vecindario y sólo quedó la admiración de toda la ciudad.
En cambio, fue muy difícil quitar de la cabeza a los enfermos la obsesión del veneno. No podemos pasar por alto algunos hechos, muy significativos y simpáticos.
Había en la casa Moretta un hombre atacado por el cólera. El infeliz, creyendo que su enfermedad era obra de gente perversa, que la había propagado llevando consigo la agüita de marras, colocó un arma de fuego cargada junto a la cama, prohibiendo que entrase en su habitación quien no fuera de la familia. Amenazaba con disparar contra cualquier forastero. Efectivamente, se presentó un sacerdote con idea de consolarlo, pero tuvo que retirarse, al ver que el enfermo agarraba su arma.
El mal progresaba rápidamente, sus familiares no sabían qué partido tomar hasta que se les ocurrió ir a llamar a Don Bosco, que le conocía y a quien él apreciaba mucho.
Don Bosco aceptó enseguida la invitación y fue. Cuando llegó a la galería le llamó por su nombre.
-¡Hola, don Bosco!, respondió el enfermo.
-¿Puedo pasar?
-Pase, pase, don Bosco. Estoy seguro de que usted no traerá la agüita...
Entró Don Bosco, pero apenas atravesó el umbral, le detuvo aquél con voz imperiosa, diciendo:
-¡Abra las manos!
Don Bosco le mostró la palma de la mano derecha.
-¡Abra también la izquierda!, le intimó con impaciencia el enfermo.
Don Bosco abrió la izquierda.
-Sacuda las mangas con los brazos hacia abajo.
Don Bosco lo hizo.
-¿Qué lleva en los bolsillos?
Don Bosco sacudió y volvió los bolsillos al revés.
-¡Ahora acérquese a la cama. Ya estoy seguro.
¡Don Bosco lo confesó!
Al poco tiempo, el infeliz perdía el conocimiento. Entró Tomatis con otro compañero, lo envolvió en una manta, lo tendieron sobre unas angarillas y lo llevaron al lazareto, donde murió.

Corría entre la gente la voz de que la causa del cólera era cierta agua blanquecina producida por unos polvos mortíferos, que se hallaban en los pozos, por lo que muchos no querían beber.
Llamaron a Don Bosco a la cabecera de un enfermo, bastante grave; después de haberle administrado los sacramentos, vio que, aunque le ardían los labios por la sed, no quería de ningún modo humedecerlos.
Como Don Bosco siempre era obedecido, le preparó una botellita y le dijo que bebiera aquel líquido sin ningún miedo, cuando le atormentase la sed. El enfermo lo prometió.
Dejó Don Bosco a un muchacho para servirle durante la noche y marchó para visitar a otros contagiados. Al poco rato, como viera el muchacho que el enfermo se agravaba, le dijo:
-Beba usted un poco.
El enfermo, sin acordarse de las garantías de don Bosco, se incorporó, se volvió a él y le miró de modo uraño.
-Tome, tome; beba, le decía el muchacho acercándole la botellita.
-¿Qué estás diciendo? ¿Qué dices?... ¡Fuera, fuera de aquí inmediatamente!
-Tranquilícese, beba: verá cómo se alivia, repetía el joven enfermero.
-¿Que no te vas?, gritó el enfermo.
Y como acometido por un ataque de locura, saltó de la cama, corrió tambaleándose a agarrar la escopeta y apuntó hacia la puerta.
-Tú verás, si no sales...
Pero el muchacho había tomado la escalera más que a escape.
Muchas veces ayudó Don Bosco a transportar a los enfermos. El día 16 de agosto, por la mañana, fiesta de San Roque, copatrono de Turín, iba camino del Oratorio, cuando vio a un mozalbete sentado a la orilla de una acequia en el prado de los hermanos Filippi, el que fue lugar de reunión de sus primeros encuentros; estaba comiéndose vorazmente un gran melón.
-Déjalo ya, le dijo Don Bosco; puede hacerte daño.
-Es tan bueno que no me hará ningún daño, replicó el joven; soy yo quien se lo hace a él.
Don Bosco le invitó de nuevo a dejarlo, pero sin éxito. Siguió el sendero y entró en casa. No estaba todavía en su habitación, cuando llegó una persona anunciando que un pobre obrero estaba tendido en el prado, víctima de dolores, y que pedía socorro... Corrió Don Bosco al lugar y se encontró con el mozalbete que no había hecho caso de su consejo, gimiendo y retorciéndose con la mitad de su melón al lado. Unos curiosos miraban desde lejos con aire de miedo, mas no osaban aproximarse. Don Bosco se acercó, le animó y le dijo:
-¿Qué te pasa?
-No sé... siento frío... siento escalofríos en los muslos...
Don Bosco tomó sus manos que estaban heladas, síntoma seguro del cólera asiático. Invitó al pobrecito a incorporarse y acompañarle; pero, a pesar de sus esfuerzos, dio unos pasos y volvió a sentarse diciendo:
-Me fallan las piernas.
Echó don Bosco un vistazo en derredor para llamar a alguien y vio pasar a Tomatis. Le hizo señas y, él de una parte y Tomatis por la otra, agarraron al enfermo por las axilas, lo levantaron y se pusieron en camino. El desgraciado pudo todavía arrastrar los pies y caminar; pero, al llegar a cierto punto, le sorprendió un espasmo, con dolores tan fuertes que se dejó caer por tierra como un muerto.
Entonces, los dos piadosos portadores hicieron una especie de silla con sus brazos y lo llevaron así por un buen trecho.
-¿Adónde me llevan?, preguntaba el infeliz.
-Aquí cerca, a casa de un amigo mío, una casa de salud donde podrás curarte, le decía Don Bosco.
No decía al lazareto, porque sólo el nombre le habría asustado.
Entre tanto, y mientras caminaban, se le cayó el melón que aún llevaba en las manos y quería que sus portadores se pararan a recogerlo. Don Bosco le dio el gusto, pero Tomatis, que vio a su Superior demasiado cansado, se cargó al enfermo a las espaldas, ya que resultaba una carga ligera para él, que era muy fuerte. Don Bosco iba detrás, sosteniendo al pobrecito, para que no fuera tan incómodo. De tal guisa llegaron al lazareto, donde los enfermeros, al ver la gravedad del caso, prepararon enseguida un baño de agua caliente. Mientras tanto, Don Bosco invitó al joven a confesarse, para prepararlo a morir, y el pobrecito se confesó como pudo, pero con verdaderas muestras de dolor. Inmediatamente después empezó a delirar, hablando de su melón y de ocho cuartos que llevaba escondidos en el bolsillo. Temía que cualquier ladrón se los robara.
Don Bosco le preguntó si quería que él se los guardase, y el mozalbete se tranquilizó y le entregó su pequeño tesoro, diciéndole: Guárdemelos, para cuando sane.
Llegó el médico, lo metieron en el baño y le hicieron las friegas para que sudara. Todo fue inútil: al mediodía dejaba de existir.

El cólera invasor exigía continuamente nuevos sacrificios de caridad espiritual y material, y Don Bosco a duras penas podía atender a tantas necesidades. Sucedió más de una vez que los muchachos que se habían apuntado para enfermeros, estaban todos al mismo tiempo atendiendo a los coléricos y no quedaban en casa más que los más pequeños, los más débiles y también los más tímidos. Y, sin embargo, Don Bosco necesitaba algunos que le acompañaran o que fueran a donde habían llamado con urgencia. Una mañana tenía que ir al lazareto para administrar la Extremaunción; pero convenía que alguien le sostuviera los vasos sagrados, mientras él administraba el Sacramento. Ninguno de los muchachos que había en casa se atrevía a acompañarlo. Después de negarse algunos, invitó Don Bosco a Juan Cagliero, que estaba jugando con los compañeros.
-¿Quieres venir conmigo?
-¡Vamos!, respondió resueltamente Cagliero.
Y se pusieron en marcha. Al llegar al lazareto, Cagliero ayudó a Don Bosco en los preparativos para la administración de los santos óleos, y contestó a las oraciones rituales, yendo de una cama a otra. Llegó un médico, vio al chiquillo y dijo:
-Don Bosco, ¿qué hace usted? ¡Este chico no puede ni debe estar aquí! ¿No ve que es una grave imprudencia?
-No, no, Doctor, contestó don Bosco; ni él ni yo tenemos miedo al cólera y no pasará nada.
Efectivamente, Cagliero podía ir a la par del enfermero más preparado por su valor y habilidad, y, como él, Juan Bautista Anfossi, quien dejó escrito:
«Tuve la suerte de acompañar a Don Bosco varias veces cuando visitaba a los apestados. Tendría yo entonces unos catorce años y recuerdo que, al prestar mi labor de enfermero, lo hacía muy tranquilo, con la confiada esperanza de estar a salvo, esperanza que Don Bosco había sabido infundir en sus alumnos. Me animaba a aquella asistencia la caridad de Don Bosco. Se conmovía uno al ver con qué amabilidad y destreza sabía convencer a los enfermos para que recibieran los auxilios de la religión y alcanzaran una buena muerte, y cómo sabía tranquilizarlos sobre la suerte que correrían sus hijos, privados de todo apoyo. Un día le vi volver al Oratorio con unos dieciséis niños, que había recogido por las casas, porque habían quedado huérfanos. A todos los tuvo consigo y los encauzó, según su aptitud, a los estudios o a un oficio. Y no fueron éstos los únicos que trajo de la mano llorando para echarlos en los brazos amorosos de la Divina Providencia».
El ejemplo de Cagliero, de Anfossi y de otros animó unos días después a los que aún no se habían decidido. Escribió el clérigo Félix Reviglio:
«Cuando don Bosco volvía de la ciudad, le rodeaban los que habían quedado en casa. Y él exclamaba: ¿Quién quiere ir al lazareto y a las casas para atender a los apestados? Yo, yo, gritaban todos en un arranque de caridad. Entonces me dirigió a mí directamente la pregunta y tal vez fui el único que no aceptó, porque yo deseaba un mandato. Don Bosco, con la sonrisa en los labios, pareció condescender a dejarme en paz. Pero, como si hubiera leído en mi corazón, me eligió para acompañarlo; me llamó y, porque él me lo mandó, presté mis servicios asistiendo a seis apestados hasta el fin de sus vidas».
Prestaron asistencias nocturnas, con don Bosco, Juan Turchi y Carlos Gastini, y en la asistencia permanente se distinguieron en particular los clérigos Rúa, José Buzzetti y Francesia. Don Bosco rezaba continuamente por la salud de sus hijos, y la Virgen le escuchaba; el clérigo Francesia recibió además una prueba de su maternal protección.
La madre de este clérigo había caído víctima de la terrible enfermedad y estaba muy mal. Avisado el hijo, corrió a casa y la encontró en un estado que daba pocas esperanzas. Volvió corriendo al Oratorio, llamó a Don Bosco, quien acudió enseguida a confesarla. Vivía frente a la Iglesia de Nuestra Señora de la Consolación. Cuando Don Bosco llegó a la columna de la Inmaculada, erigida en la plaza, se descubrió la cabeza y, mostrando a Francesia la estatua de María, le dijo:
-¿La ves? Ella curará infaliblemente a tu madre, si le prometes dedicar tu vida particularmente, cuando seas sacerdote, a propagar su gloria y su devoción.
El clérigo aceptó la propuesta. Don Bosco subió entonces a la habitación de la enferma, la consoló, la confesó y enseguida le administró la extremaunción. Se retiró Don Bosco y se quedó allí el hijo. Se presentó luego el médico, empleado en la fábrica de armas, quien aconsejó, como único remedio, efectuar una sangría. Las vecinas, que llenaban la estancia, criticaban la orden del médico e insistían a la enferma para que no se dejase sangrar. El médico, inmóvil y silencioso, en medio de tanta cháchara, dijo al fin:
-Yo no la sangro si ella no quiere.
Y se marchó. El hijo hizo desalojar la habitación y, con plena fe en la palabra de Don Bosco, dijo a su madre:
-¿Qué hacemos?
-Di tú, contestó la buena mujer: ¿cuál es tu parecer?
-Yo diría que lo que ha indicado el médico.
-Pues ve a llamarlo.
El hijo encontró al médico al pie de la escalera y le rogó que volviera a subir, asegurándole que la madre se avenía a seguir del todo su consejo. Hizo la sangría cinco o seis veces y la enferma sanó y vivió todavía veintiún años más.
Fue providencial para los enfermos la actuación de Don Bosco y de sus chicos, tal y como quedó plasmado en el diario Armonía en su edición del 16 de septiembre de 1854:
“Animados por el espíritu de su padre más que superior, Don Bosco, se acercan con valentía a los enfermos de cólera, inspirándoles ánimo y confianza, no sólo con palabras sino con los hechos; cogiéndoles las manos, haciéndoles fricciones, sin hacer ver horror o miedo. Es más, entrando en la casa de un enfermo de cólera se dirigen a las personas aterrorizadas, invitándoles a retirarse si tienen miedo, mientras que ellos se ocupan de todo lo necesario”.
Sobre este episodio destaca el sacerdote Ángel Peña[2]:
"En aquel tiempo, los alumnos del internado, con Don Bosco y su madre, formaban una gran familia de casi cien personas. Estaban instalados en un lugar donde el cólera causó muchos estragos, y que, lo mismo a la derecha que a la izquierda, cada casa tuvo que llorar sus muertos. Después de cuatro meses de pasada la epidemia, de tantos como eran, no faltaba ni uno. El cólera los había cercado, había llegado hasta las puertas del Oratorio, pero como si una mano invisible le hubiera hecho retroceder, obedeció, respetando la vida de todos.
San Juan Bosco no dudó en mostrar su gratitud a Dios y la Virgen por proteger la vida de sus jóvenes. Así que el 8 de diciembre de 1854 - en la fecha en que el Papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción -, dijo estas palabras a sus hijos: "Demos gracias, queridos hijos, a Dios, que razones tenemos para ello; porque, como veis, nos ha conservado la vida en medio de los peligros de la muerte. Más para que nuestra acción de gracias sea agradable, unamos a ella una cordial y sincera promesa de consagrar a su servicio el resto de nuestros días, amándolo con todo nuestro corazón, practicando la religión como buenos cristianos, guardando los mandamientos de Dios y de la Iglesia, huyendo del pecado mortal, que es una enfermedad mucho peor que el cólera y la peste".
Este es el amplio relato de la historia vivida por Don Bosco y los jóvenes del Oratorio, totalmente actual en estos momentos que nos toca vivir ahora a nosotros.
Quedémonos con lo importante de esta historia:
-          Ninguno de los chicos, nadie en el Oratorio, fue golpeado por la enfermedad, nadie se contagió, cumpliéndose así la promesa de Don Bosco.
-          La actuación de los chicos fue ejemplar, pese a ser adolescentes de entre 14 y 16 años: la confianza plena en la gracia de Dios y en la mediación de la Virgen, testimoniada en el actuar de Don Bosco; la solidaridad mostrada desde el primer momento.
-          Todos los valores mostrados en esta historia nos ayudan a contemplar esta pandemia actual desde otro punto de vista.
-          Estar en paz con Dios y con uno mismo es una de las razones más importantes del ser cristiano, máxime en este camino de Cuaresma.
-          Entre los chicos que actuaron como sanitarios se encontraban Miguel Rua, Luis Anfossi, Juan Cagliero o Juan Francesia, quienes años más tarde formarían parte del grupo que dio inicio a la Congregación Salesiana.
-          También como anécdota, otros chicos conocidos por todos los AA.AA.DB. que se implicaron en la atención a los enfermos durante la epidemia son Carlos Gastini, Félix Reviglio, Carlos Tomatis, Juan Turchi o José Buzzetti, miembros del primer grupo que fueron a saludar a Don Bosco el 24 de junio de 1870.


PARA LA REFLEXIÓN
1. ¿Qué significado le das a la entrega de Don Bosco y sus chicos con respecto a los enfermos? ¿Lo habrías hecho tú? ¿Por qué?
2. ¿Cómo estás actuando frente al coronavirus? ¿Colaboras para frenar la pandemia de alguna manera?
3. ¿Aceptas la gracia de Dios como la única tabla de salvación? ¿Por qué?
Puedes consultar más ampliamente las historias y testimonios de los chicos del Oratorio en la epidemia del cólera de 1854 en Turín pinchando en los siguientes enlaces:


[1] Recordemos que el lazareto era una instalación sanitaria, más o menos aislada, una especie burda de hospitalito o casa de socorro, pero con unas condiciones higiénicas mínimas, donde se trataban las enfermedades infecciosas y que en ocasiones se usaba como correccional o prisión. Históricamente se han utilizado para enfermedades como la lepra, la tuberculosis o la fiebre amarilla, y se solían instalar en los puertos de las grandes ciudades costeras para tener en cuarentena a las embarcaciones o personas procedentes de otros países contaminados o sospechosos de contagio.
[2] El padre Ángel Peña Benito es sacerdote de la Orden de los Agustinos Recolectos, autor de numerosos libros de temática religiosa. La cita proviene del libro Vivencias de Don Bosco, cuyo contenido está publicado en publicado en es.gaudiumpress.org, en el enlace https://es.gaudiumpress.org/content/107969-Las-armas-espirituales-que-propone-San-Juan-Bosco-para-combatir-la-peste#ixzz6GwrS5CJW

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