…Don Bosco tuvo que pasar algunas
epidemias durante su vida, incluso con los chicos del Oratorio de Valdocco,
donde ninguno se contagió del cólera, tal y como les predijo?
DON BOSCO Y LAS EPIDEMIAS
(II)
Continuamos
con el episodio vivido por Don Bosco de la epidemia de cólera de 1854 en Turín,
tan actual en estos momentos de pandemia internacional. Recordemos que el santo
exhortó y motivó a los chicos del Oratorio, los envió a que ayudaran a los
enfermos garantizándoles que ninguno de ellos iba a enfermar, y así fue. Por el
contrario, miles de personas enfermaron del cólera, pero los hijos de Don Bosco
quedaron todos sanos. Para ello, puso unas condiciones: “La causa de todo
es, sin duda, el pecado. Si todos vosotros os ponéis en gracia de Dios y no
cometéis ningún pecado mortal, yo os aseguro que ninguno será atacado por el
cólera, pero si alguno se obstina en seguir siendo enemigo de Dios o, lo que es
peor, lo ofendiera gravemente, a partir de ese momento yo no podría garantizar
lo mismo para él ni para ningún otro de la casa”.
Se
trataba, fundamentalmente, de “ponerse en la gracia de Dios”, y
extrapolándolo a estos momentos difíciles de nuestra realidad actual con el
coronavirus lo vemos como un estado de gracia que, si bien no puede impedir
enfermar si nos exponemos a la enfermedad, sin embargo, sí nos ayudará a
santificar lo que nos pueda pasar, pues ponerse en gracia de Dios en estos
tiempos de pandemia internacional es una tabla de salvación, y a ello nos
aferramos.
Continuando
con lo que nos dicen las Memorias Biográficas sobre la epidemia del cólera de
1854, relatamos algunos testimonios y experiencias de los chicos del
Oratorio que actuaban como sanitarios del momento, verdaderos apóstoles convencidos
de la gracia de Dios. Así, recordamos que Don Bosco había sido nombrado
Director espiritual de un lazareto en la parroquia de Borgo Dora. Junto con Don
Víctor Alasonatti estaban siempre dispuestos para acudir a donde quiera se los
llamase. Se alternaban, para que uno de ellos estuviera siempre en casa, pero a
veces salían los dos. No se preocupaban de la comida, del sueño y del descanso.
Don Bosco se arrojaba al peligro sin tomar precauciones contra el contagio. La
primera vez que fue al lazareto se lavó con agua de cloruro, como todos los
demás que entraban en aquel lugar; pero después no quiso sujetarse a aquella
precaución para no perder tiempo. Velaba día y noche. Durante mucho tiempo no
descansó más que una o dos horas en un sofá o en un sillón. Ni hablar de dormir
en la cama.
Iba y
venía de aquí para allí continuamente con los mayorcitos a donde sabía que
había apestados, llevando medicinas, limosnas y ropa.
Entraba en
todas las casas en que había enfermos, pero no podía detenerse mucho tiempo,
porque eran muchos los que necesitaban su ministerio sacerdotal. Si veía que no
había nadie para la asistencia material, dejaba allí o mandaba después a uno de
sus muchachos, los cuales pasaban noches enteras junto al lecho de los
enfermos. Con su amable serenidad los animaba, alabando su buena voluntad, y
jamás soltó palabras que acusaran la menor impaciencia.
La caridad
de los jóvenes enfermeros emuló la de don Bosco. Pero no pensemos ni por un
momento que no tuvieran que hacer desde el principio un supremo esfuerzo, para
superar el miedo a vencerse a sí mismos. Uno de los 14 primeros, que dieron su
nombre y se acercaron intrépidamente al lecho de los apestados, bastaría para
darnos idea del esfuerzo que hicieron menester para entregarse a aquella obra
y aguantar hasta el fin. Porque es el caso que la primera vez que él puso
lo pies en el lazareto, al ver el aspecto de las víctimas de la terrible
enfermedad, al contemplar sus facciones lívidas y cadavéricas, los ojos
hundidos y casi apagados, y, sobre todo, al verles expirar de tan espantoso
modo, le entró tal miedo, que se quedó tan pálido como ellos, se le nubló la
vista, le faltaron las fuerzas y se desmayó.
Por
fortuna estaba con él Don Bosco, quien, al darse cuenta, no dejó que cayera al
suelo, lo sacó al aire libre y le animó con una bebida estimulante; de otro
modo, puede que hubieran tomado al pobrecillo por un contagiado más y le
hubieran metido con ellos.
Realmente,
había que tener valor para moverse con entereza por aquellos lugares de dolor y
muerte. Porque, además de los desgarradores sufrimientos a que estaban
sometidos tantos pobres enfermos, se contraía el corazón de lástima al ver que,
apenas expiraban, eran transportados al depósito próximo y casi inmediatamente
llevados al cementerio para enterrarlos. A veces parecían vivos todavía y eran
colocados con los muertos.
En el
lazareto donde prestaban sus servicios los muchachos del Oratorio, sucedió
este episodio. Se había llevado hacía poco a la sala mortuoria un cadáver,
mientras don Bosco conversaba con el médico. Entró el vigilante en la
enfermería y dijo al médico:
-Doctor,
aquél se mueve todavía, ¿lo traemos aquí?
-Déjalo
allí, respondió burlonamente el médico; pero cuida de que no se escape.
Y
dirigiéndose a Don Bosco, continuó:
-Hay
que ser inhumanos con las palabras, para no tener que serlo con los hechos. ¡Ay
de nosotros si entra el desaliento en nuestros ayudantes! ¿Qué iba a ser de los
enfermos?
Efectivamente,
era tal el miedo de los sirvientes, que casi había que emborracharlos a la hora
de trasladar enfermos o muertos. Es de imaginar la sangre fría, o mejor, la
energía que se necesitaba, para asistir sin temblor a semejantes escenas.
Además,
durante los primeros días, no sólo había que vencer el miedo a la enfermedad y
a la muerte, sino también a las amenazas de ciertas personas. Porque es de destacar
que los lazaretos[1], aun cuando muy
acertadamente se establecían en los arrabales, sin embargo, eran mal vistos y
hasta aborrecidos por los enfermos y por los vecinos. Los enfermos tenían el
prejuicio de que allí se morían antes y hasta se les hacía morir, con la agüita
(acquetta) los vecinos temían y no sin razón, que los lazaretos
corrompían fácilmente el ambiente y ponían en peligro su vida. Por lo mismo, al
no haber podido impedir que se establecieran allí, algunos se propusieron
hacerlos cerrar o inutilizarlos por los medios más viles e ilegítimos. En el
barrio de San Donato, y en algún otro sitio, una turba de golfillos del
vecindario se propuso atemorizar a cuantos se presentaban para atender a los
enfermos allí recogidos, creyendo que así no llevarían más, al no tener quién
los atendiera y curara. Con tal fin, empezaron aquellos malvados por amenazar,
siguieron pegando y apedreando, con lo que resultaba que, para ir al lazareto o
salir de él, sobre todo de noche, hubo que hacerse escoltar por la policía
durante algún tiempo. Precisamente una de las primeras noches, dos de los
nuestros, uno el clérigo Miguel Rúa, lo pasaron bastante mal. Salieron del
lazareto, y al llegar a una oscura bajada, ya derecho hacia el Oratorio, oyeron
un violento bullicio de voces y silbidos, mezclados con gritos de ¡dales,
dales! Y no acabó ahí. Porque los locos, agarrando piedras, que abundaban
por aquel lugar, les tiraron un montón, pero gracias a la ligereza de sus
piernas y a la fortuna de encontrarse con dos guardias del fielato, se libraron
de ser alcanzados y malparados. Don Bosco fue apedreado varias veces.
A pesar de
tan inhumana acogida, siguieron yendo al lazareto, mientras fue necesario. A
continuación, se fue calmando la ira del vecindario y sólo quedó la admiración
de toda la ciudad.
En cambio,
fue muy difícil quitar de la cabeza a los enfermos la obsesión del veneno. No
podemos pasar por alto algunos hechos, muy significativos y simpáticos.
Había en
la casa Moretta un hombre atacado por el cólera. El infeliz, creyendo que su
enfermedad era obra de gente perversa, que la había propagado llevando consigo
la agüita de marras, colocó un arma de fuego cargada junto a la cama,
prohibiendo que entrase en su habitación quien no fuera de la familia.
Amenazaba con disparar contra cualquier forastero. Efectivamente, se presentó
un sacerdote con idea de consolarlo, pero tuvo que retirarse, al ver que el
enfermo agarraba su arma.
El mal
progresaba rápidamente, sus familiares no sabían qué partido tomar hasta que se
les ocurrió ir a llamar a Don Bosco, que le conocía y a quien él apreciaba
mucho.
Don Bosco
aceptó enseguida la invitación y fue. Cuando llegó a la galería le llamó por su
nombre.
-¡Hola,
don Bosco!, respondió el enfermo.
-¿Puedo
pasar?
-Pase,
pase, don Bosco. Estoy seguro de que usted no traerá la agüita...
Entró Don
Bosco, pero apenas atravesó el umbral, le detuvo aquél con voz imperiosa,
diciendo:
-¡Abra
las manos!
Don Bosco
le mostró la palma de la mano derecha.
-¡Abra
también la izquierda!, le intimó con impaciencia el enfermo.
Don Bosco
abrió la izquierda.
-Sacuda
las mangas con los brazos hacia abajo.
Don Bosco
lo hizo.
-¿Qué
lleva en los bolsillos?
Don Bosco
sacudió y volvió los bolsillos al revés.
-¡Ahora
acérquese a la cama. Ya estoy seguro.
¡Don Bosco
lo confesó!
Al poco
tiempo, el infeliz perdía el conocimiento. Entró Tomatis con otro compañero, lo
envolvió en una manta, lo tendieron sobre unas angarillas y lo llevaron al lazareto,
donde murió.
Corría
entre la gente la voz de que la causa del cólera era cierta agua blanquecina
producida por unos polvos mortíferos, que se hallaban en los pozos, por lo que
muchos no querían beber.
Llamaron a
Don Bosco a la cabecera de un enfermo, bastante grave; después de haberle
administrado los sacramentos, vio que, aunque le ardían los labios por la sed,
no quería de ningún modo humedecerlos.
Como Don
Bosco siempre era obedecido, le preparó una botellita y le dijo que bebiera
aquel líquido sin ningún miedo, cuando le atormentase la sed. El enfermo lo
prometió.
Dejó Don
Bosco a un muchacho para servirle durante la noche y marchó para visitar a
otros contagiados. Al poco rato, como viera el muchacho que el enfermo se
agravaba, le dijo:
-Beba
usted un poco.
El
enfermo, sin acordarse de las garantías de don Bosco, se incorporó, se volvió a
él y le miró de modo uraño.
-Tome,
tome; beba, le decía el muchacho acercándole la botellita.
-¿Qué
estás diciendo? ¿Qué dices?... ¡Fuera, fuera de aquí inmediatamente!
-Tranquilícese,
beba: verá cómo se alivia, repetía el joven enfermero.
-¿Que
no te vas?, gritó el enfermo.
Y como
acometido por un ataque de locura, saltó de la cama, corrió tambaleándose a
agarrar la escopeta y apuntó hacia la puerta.
-Tú
verás, si no sales...
Pero el
muchacho había tomado la escalera más que a escape.
Muchas
veces ayudó Don Bosco a transportar a los enfermos.
El día 16 de agosto, por la mañana, fiesta de San Roque, copatrono de Turín,
iba camino del Oratorio, cuando vio a un mozalbete sentado a la orilla de una
acequia en el prado de los hermanos Filippi, el que fue lugar de reunión de sus
primeros encuentros; estaba comiéndose vorazmente un gran melón.
-Déjalo
ya, le dijo Don Bosco; puede hacerte daño.
-Es
tan bueno que no me hará ningún daño, replicó el joven; soy yo quien se lo hace
a él.
Don Bosco
le invitó de nuevo a dejarlo, pero sin éxito. Siguió el sendero y entró en
casa. No estaba todavía en su habitación, cuando llegó una persona anunciando
que un pobre obrero estaba tendido en el prado, víctima de dolores, y que pedía
socorro... Corrió Don Bosco al lugar y se encontró con el mozalbete que no
había hecho caso de su consejo, gimiendo y retorciéndose con la mitad de su
melón al lado. Unos curiosos miraban desde lejos con aire de miedo, mas no
osaban aproximarse. Don Bosco se acercó, le animó y le dijo:
-¿Qué
te pasa?
-No
sé... siento frío... siento escalofríos en los muslos...
Don Bosco
tomó sus manos que estaban heladas, síntoma seguro del cólera asiático. Invitó
al pobrecito a incorporarse y acompañarle; pero, a pesar de sus esfuerzos, dio
unos pasos y volvió a sentarse diciendo:
-Me
fallan las piernas.
Echó don
Bosco un vistazo en derredor para llamar a alguien y vio pasar a Tomatis. Le
hizo señas y, él de una parte y Tomatis por la otra, agarraron al enfermo por las
axilas, lo levantaron y se pusieron en camino. El desgraciado pudo todavía
arrastrar los pies y caminar; pero, al llegar a cierto punto, le sorprendió un
espasmo, con dolores tan fuertes que se dejó caer por tierra como un muerto.
Entonces,
los dos piadosos portadores hicieron una especie de silla con sus brazos y lo
llevaron así por un buen trecho.
-¿Adónde
me llevan?, preguntaba el infeliz.
-Aquí
cerca, a casa de un amigo mío, una casa de salud donde podrás curarte, le decía
Don Bosco.
No decía
al lazareto, porque sólo el nombre le habría asustado.
Entre
tanto, y mientras caminaban, se le cayó el melón que aún llevaba en las manos y
quería que sus portadores se pararan a recogerlo. Don Bosco le dio el gusto,
pero Tomatis, que vio a su Superior demasiado cansado, se cargó al enfermo a
las espaldas, ya que resultaba una carga ligera para él, que era muy fuerte.
Don Bosco iba detrás, sosteniendo al pobrecito, para que no fuera tan incómodo.
De tal guisa llegaron al lazareto, donde los enfermeros, al ver la gravedad del
caso, prepararon enseguida un baño de agua caliente. Mientras tanto, Don Bosco
invitó al joven a confesarse, para prepararlo a morir, y el pobrecito se
confesó como pudo, pero con verdaderas muestras de dolor. Inmediatamente
después empezó a delirar, hablando de su melón y de ocho cuartos que llevaba
escondidos en el bolsillo. Temía que cualquier ladrón se los robara.
Don Bosco le
preguntó si quería que él se los guardase, y el mozalbete se tranquilizó y le
entregó su pequeño tesoro, diciéndole: Guárdemelos, para cuando sane.
Llegó el
médico, lo metieron en el baño y le hicieron las friegas para que sudara. Todo
fue inútil: al mediodía dejaba de existir.
El
cólera invasor exigía continuamente nuevos sacrificios de caridad espiritual y
material, y Don Bosco a duras penas podía atender a
tantas necesidades. Sucedió más de una vez que los muchachos que se habían
apuntado para enfermeros, estaban todos al mismo tiempo atendiendo a los
coléricos y no quedaban en casa más que los más pequeños, los más débiles y
también los más tímidos. Y, sin embargo, Don Bosco necesitaba algunos que le
acompañaran o que fueran a donde habían llamado con urgencia. Una mañana tenía
que ir al lazareto para administrar la Extremaunción; pero convenía que alguien
le sostuviera los vasos sagrados, mientras él administraba el Sacramento.
Ninguno de los muchachos que había en casa se atrevía a acompañarlo. Después de
negarse algunos, invitó Don Bosco a Juan Cagliero, que estaba jugando con los
compañeros.
-¿Quieres
venir conmigo?
-¡Vamos!,
respondió resueltamente Cagliero.
Y se
pusieron en marcha. Al llegar al lazareto, Cagliero ayudó a Don Bosco en los
preparativos para la administración de los santos óleos, y contestó a las
oraciones rituales, yendo de una cama a otra. Llegó un médico, vio al chiquillo
y dijo:
-Don
Bosco, ¿qué hace usted? ¡Este chico no puede ni debe estar aquí! ¿No ve que es
una grave imprudencia?
-No,
no, Doctor, contestó don Bosco; ni él ni yo tenemos
miedo al cólera y no pasará nada.
Efectivamente,
Cagliero podía ir a la par del enfermero más preparado por su valor y
habilidad, y, como él, Juan Bautista Anfossi, quien dejó escrito:
«Tuve la suerte de acompañar a Don Bosco
varias veces cuando visitaba a los apestados. Tendría yo entonces unos catorce
años y recuerdo que, al prestar mi labor de enfermero, lo hacía muy tranquilo,
con la confiada esperanza de estar a salvo, esperanza que Don Bosco había
sabido infundir en sus alumnos. Me animaba a aquella asistencia la caridad de Don
Bosco. Se conmovía uno al ver con qué amabilidad y destreza sabía convencer a
los enfermos para que recibieran los auxilios de la religión y alcanzaran una
buena muerte, y cómo sabía tranquilizarlos sobre la suerte que correrían sus
hijos, privados de todo apoyo. Un día le vi volver al Oratorio con unos
dieciséis niños, que había recogido por las casas, porque habían quedado
huérfanos. A todos los tuvo consigo y los encauzó, según su aptitud, a los
estudios o a un oficio. Y no fueron éstos los únicos que trajo de la mano
llorando para echarlos en los brazos amorosos de la Divina Providencia».
El ejemplo
de Cagliero, de Anfossi y de otros animó unos días después a los que aún no se
habían decidido. Escribió el clérigo Félix Reviglio:
«Cuando don Bosco volvía de la ciudad, le
rodeaban los que habían quedado en casa. Y él exclamaba: ¿Quién quiere ir al
lazareto y a las casas para atender a los apestados? Yo, yo, gritaban todos en
un arranque de caridad. Entonces me dirigió a mí directamente la pregunta y tal
vez fui el único que no aceptó, porque yo deseaba un mandato. Don Bosco, con la
sonrisa en los labios, pareció condescender a dejarme en paz. Pero, como si
hubiera leído en mi corazón, me eligió para acompañarlo; me llamó y, porque él
me lo mandó, presté mis servicios asistiendo a seis apestados hasta el fin de
sus vidas».
Prestaron
asistencias nocturnas, con don Bosco, Juan Turchi y Carlos Gastini, y en la
asistencia permanente se distinguieron en particular los clérigos Rúa, José
Buzzetti y Francesia. Don Bosco rezaba continuamente por la salud de sus hijos,
y la Virgen le escuchaba; el clérigo Francesia recibió además una prueba de su
maternal protección.
La madre
de este clérigo había caído víctima de la terrible enfermedad y estaba muy mal.
Avisado el hijo, corrió a casa y la encontró en un estado que daba pocas
esperanzas. Volvió corriendo al Oratorio, llamó a Don Bosco, quien acudió
enseguida a confesarla. Vivía frente a la Iglesia de Nuestra Señora de la
Consolación. Cuando Don Bosco llegó a la columna de la Inmaculada, erigida en
la plaza, se descubrió la cabeza y, mostrando a Francesia la estatua de María,
le dijo:
-¿La
ves? Ella curará infaliblemente a tu madre, si le prometes dedicar tu vida
particularmente, cuando seas sacerdote, a propagar su gloria y su devoción.
El clérigo
aceptó la propuesta. Don Bosco subió entonces a la habitación de la enferma, la
consoló, la confesó y enseguida le administró la extremaunción. Se retiró Don
Bosco y se quedó allí el hijo. Se presentó luego el médico, empleado en la
fábrica de armas, quien aconsejó, como único remedio, efectuar una sangría. Las
vecinas, que llenaban la estancia, criticaban la orden del médico e insistían a
la enferma para que no se dejase sangrar. El médico, inmóvil y silencioso, en
medio de tanta cháchara, dijo al fin:
-Yo
no la sangro si ella no quiere.
Y se
marchó. El hijo hizo desalojar la habitación y, con plena fe en la palabra de Don
Bosco, dijo a su madre:
-¿Qué
hacemos?
-Di
tú, contestó la buena mujer: ¿cuál es tu
parecer?
-Yo
diría que lo que ha indicado el médico.
-Pues
ve a llamarlo.
El hijo
encontró al médico al pie de la escalera y le rogó que volviera a subir,
asegurándole que la madre se avenía a seguir del todo su consejo. Hizo la
sangría cinco o seis veces y la enferma sanó y vivió todavía veintiún años más.
Fue
providencial para los enfermos la actuación de Don Bosco y de sus chicos, tal y
como quedó plasmado en el diario Armonía en su edición del 16 de
septiembre de 1854:
“Animados por el espíritu de su
padre más que superior, Don Bosco, se acercan con valentía a los enfermos de
cólera, inspirándoles ánimo y confianza, no sólo con palabras sino con los
hechos; cogiéndoles las manos, haciéndoles fricciones, sin hacer ver horror o
miedo. Es más, entrando en la casa de un enfermo de cólera se dirigen a las
personas aterrorizadas, invitándoles a retirarse si tienen miedo, mientras que
ellos se ocupan de todo lo necesario”.
Sobre este
episodio destaca el sacerdote Ángel Peña[2]:
"En aquel tiempo, los
alumnos del internado, con Don Bosco y su madre, formaban una gran familia de
casi cien personas. Estaban instalados en un lugar donde el cólera causó muchos
estragos, y que, lo mismo a la derecha que a la izquierda, cada casa tuvo que
llorar sus muertos. Después de cuatro meses de pasada la epidemia, de tantos
como eran, no faltaba ni uno. El cólera los había cercado, había llegado hasta
las puertas del Oratorio, pero como si una mano invisible le hubiera hecho
retroceder, obedeció, respetando la vida de todos.
San Juan Bosco no dudó en
mostrar su gratitud a Dios y la Virgen por proteger la vida de sus jóvenes. Así
que el 8 de diciembre de 1854 - en la fecha en que el Papa Pío IX proclamó el
dogma de la Inmaculada Concepción -, dijo estas palabras a sus hijos:
"Demos gracias, queridos hijos, a Dios, que razones tenemos para ello;
porque, como veis, nos ha conservado la vida en medio de los peligros de la
muerte. Más para que nuestra acción de gracias sea agradable, unamos a ella una
cordial y sincera promesa de consagrar a su servicio el resto de nuestros días,
amándolo con todo nuestro corazón, practicando la religión como buenos
cristianos, guardando los mandamientos de Dios y de la Iglesia, huyendo del
pecado mortal, que es una enfermedad mucho peor que el cólera y la peste".
Este es el
amplio relato de la historia vivida por Don Bosco y los jóvenes del Oratorio,
totalmente actual en estos momentos que nos toca vivir ahora a nosotros.
Quedémonos con
lo importante de esta historia:
-
Ninguno
de los chicos, nadie en el Oratorio, fue golpeado por la enfermedad, nadie se
contagió, cumpliéndose así la promesa de Don Bosco.
-
La actuación de los chicos fue ejemplar, pese
a ser adolescentes de entre 14 y 16 años: la confianza plena en la gracia de
Dios y en la mediación de la Virgen, testimoniada en el actuar de Don Bosco; la
solidaridad mostrada desde el primer momento.
-
Todos los valores mostrados en esta historia nos
ayudan a contemplar esta pandemia actual desde otro punto de vista.
-
Estar en paz con Dios y con uno mismo es una
de las razones más importantes del ser cristiano, máxime en este camino de
Cuaresma.
-
Entre los chicos que actuaron como sanitarios
se encontraban Miguel Rua, Luis Anfossi, Juan Cagliero o Juan Francesia,
quienes años más tarde formarían parte del grupo que dio inicio a la
Congregación Salesiana.
-
También como anécdota, otros chicos conocidos
por todos los AA.AA.DB. que se implicaron en la atención a los enfermos durante
la epidemia son Carlos Gastini, Félix Reviglio, Carlos Tomatis, Juan Turchi o
José Buzzetti, miembros del primer grupo que fueron a saludar a Don Bosco el 24
de junio de 1870.
PARA LA
REFLEXIÓN
1.
¿Qué significado le das a la entrega de Don Bosco y sus chicos con respecto a
los enfermos? ¿Lo habrías hecho tú? ¿Por qué?
2. ¿Cómo
estás actuando frente al coronavirus? ¿Colaboras para frenar la pandemia de
alguna manera?
3.
¿Aceptas la gracia de Dios como la única tabla de salvación? ¿Por qué?
Puedes consultar más ampliamente
las historias y testimonios de los chicos del Oratorio en la epidemia del
cólera de 1854 en Turín pinchando en los siguientes enlaces:
[1]
Recordemos que el lazareto era una instalación
sanitaria, más o menos aislada, una especie burda de hospitalito o casa de
socorro, pero con unas condiciones higiénicas mínimas, donde se trataban las
enfermedades infecciosas y que en ocasiones se usaba como correccional o
prisión. Históricamente se han utilizado para enfermedades como la lepra, la tuberculosis
o la fiebre amarilla, y se solían instalar en los puertos de las grandes
ciudades costeras para tener en cuarentena a las embarcaciones o personas
procedentes de otros países contaminados o sospechosos de contagio.
[2]
El padre Ángel Peña Benito es
sacerdote de la Orden de los Agustinos Recolectos, autor de numerosos libros de
temática religiosa. La cita proviene del libro Vivencias de Don Bosco,
cuyo contenido está publicado en publicado en es.gaudiumpress.org, en el enlace
https://es.gaudiumpress.org/content/107969-Las-armas-espirituales-que-propone-San-Juan-Bosco-para-combatir-la-peste#ixzz6GwrS5CJW
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