24 de marzo de 2020

¿SABÍAS QUE...? - Número 11






…Don Bosco tuvo que pasar algunas epidemias durante su vida, incluso con los chicos del Oratorio de Valdocco, donde ninguno se contagió del cólera, tal y como les predijo?

DON BOSCO Y LAS EPIDEMIAS (I)

En estos momentos de pandemia internacional por el COVID-19 (Coronavirus), que está haciendo estragos en todo el mundo, es cuando más hemos de tener presente al Señor en nuestras vidas y a María Auxiliadora presente en nuestras oraciones. Don Bosco también fue ejemplo para su época en momentos difíciles de epidemia, pues la vida en el Turín del ottocento no fue fácil para la mayoría de las personas: la dieta alimenticia con tantas carencias y la falta de higiene fueron elementos clave para que se produjeran algunas epidemias en la época. Recordemos la del cólera de 1854 y cómo la afrontó Don Bosco.
Unos meses antes, había aparecido un fuerte de cólera en Asia, lo que fue informado a los chicos del Oratorio por Don Bosco en el mes de mayo, prediciendo que dicho brote llegaría a Turín, por lo que habría que estar preparado.
También les dijo: “Pero vosotros estad tranquilos: si cumplís lo que yo os digo, os libraréis del peligro”. “¿Y qué hay que hacer?”, le preguntaron los chicos.
Don Bosco les respondió: “Ante todo, vivir en gracia de Dios; llevar al cuello una medalla de la Santísima Virgen, que yo bendeciré y regalaré una a cada uno; rezar cada día un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria con la oración de San Luis, añadiendo la jaculatoria: Líbranos Señor de todo mal”.
En efecto, salió el cólera de la India, donde es endémico, recorrió diversos países de Europa, llegó a Italia, Liguria y Piamonte. En el mes de julio invadía la ciudad de Génova, donde murieron casi tres mil personas en el espacio de dos meses.
Al anunciarse los primeros casos, el Ministerio comunicaba el 25 de julio normas de precaución al Vicario General de Turín, para que el clero cooperase con las autoridades civiles en la ejecución de las órdenes dadas. Los párrocos obedecieron, el clero se aprestó a todo, los religiosos camilos, los capuchinos, los dominicos, los oblatos de María, se ofrecieron a asistir a los atacados por la peste.
Eran terribles los síntomas y los efectos del cólera asiático, tanto que imponía miedo a los más intrépidos. Generalmente precedían molestias intestinales; pero, de pronto, se presentaban vómitos y diarreas incesantes; opresión en el estómago por un gran peso; horribles espasmos y contracciones atormentaban las extremidades. Se hundían los ojos y quedaban con un cerco de color de plomo, lánguidos y apagados; la nariz afilada, el rostro demacrado y descompuesto; resultaba difícil reconocer al individuo. La lengua se ponía blanca y fría, la voz ronca y el habla casi ininteligible. Todo el cuerpo adquiría un color algo amoratado y, en los casos más graves, se volvía hasta cerúleo y tan frío como un cadáver. Algunos atacados por la enfermedad caían al suelo, como heridos de apoplejía fulminante; otros sobrevivían unas horas y pocos pasaban de las veinticuatro. Durante los primeros días, eran tantos los muertos como los atacados. Por término medio, moría un 60%, así que, salvo la peste, ninguna otra enfermedad conocida presentaba tan espantosa mortalidad; más aún, si la peste mataba a mayor número, no lo hacía en tan breve espacio de tiempo como el cólera. De donde resulta fácil comprender el miedo que infundía a todos.
Fomentaba este miedo el saber que no se había encontrado remedio contra el fatal morbo, y la convicción de que no sólo era epidémico, sino contagioso. Además, entre el pueblo corría el falso rumor de que los médicos suministraban a los enfermos una bebida envenenada, a la que en Turín llamaban acquetta (veneno) para que muriesen cuanto antes, y así librarse más fácilmente del peligro ellos y los demás.
Una prueba de la angustia que la horrible enfermedad producía, era que se paralizaba el comercio, se cerraban las tiendas, se escapaban muchísimos rápidamente de los pueblos infestados. Más aún, en algunos lugares, en cuanto uno era contagiado, los vecinos, y hasta los mismos parientes, se amedrentaban de tal modo que dejaban al enfermo sin la menor ayuda ni asistencia, y era preciso que una alma caritativa y valiente se prestase a atenderlo, cosa que no siempre resultaba fácil encontrar. Llegó a ser preciso que los sepultureros pasaran por las ventanas o rompieran las puertas para entrar en las casas a sacar los cadáveres, ya corrompidos... En fin, en algunos pueblos se repitieron, por aquellos días, los mismos hechos de terror que se cuenta sucedieron cuando los estragos de las antiguas pestes, cuyas descripciones se leen en autores antiguos y modernos.
Pero el cólera no prestaba oídos al miedo general; al contrario, como enemigo animado por el espanto del adversario, pasaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, segando a su paso innumerables víctimas. No respetaba ni los lugares más saludables, como colinas y montañas. El 30 de julio cruzaba los Apeninos, llegaba al territorio de Turín y empezaba en los primeros días de agosto a hacer sus víctimas por los arrabales. La Casa Real entera, invitada por el conde Cays, se trasladaba a su castillo de Caselette, edificado en un fresco altozano al pie de los Alpes y allí permaneció al seguro durante tres meses.
Apenas se declaró el peligro de tan gran mortandad, el Ayuntamiento dio ejemplo de piedad rápidamente. El Alcalde Notta, después de tomar todas las medidas sanitarias para la asistencia y cuidado de los enfermos y de impartir las órdenes oportunas, quiso se implorara el socorro de la Reina de los Cielos, cuyo valioso patrocinio se había conseguido en otros apuros semejantes. Encargó, pues, una función religiosa en el Santuario de Nuestra Señora de la Consolación, en la que participó, en la mañana del 3 de agosto, una notable representación del Concejo Municipal junto a una inmensa muchedumbre de fieles. El mismo Alcalde lo ponía en conocimiento de la autoridad eclesiástica por carta, en la que se leían estas palabras:
«Una delegación del Concejo Municipal, intérprete del deseo de la población de esta capital, con ocasión de la temida invasión del cólera asiático, ha asistido esta mañana a una misa, seguida de la bendición con el Santísimo, en la iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, para impetrar su patrocinio».
Y la Santísima Virgen no desoyó aquellos ruegos, ya que, en contra de lo que se temía, la terrible enfermedad hizo muchos menos estragos en Turín, que en muchas otras ciudades y pueblos de Europa, de Italia y aún del Piamonte.
A pesar de todo, los casos pasaron de 1 a 10, a 20, a 30 y hasta a 50 y 60 por día. Del 1 de agosto hasta el 21 de noviembre se dieron en la ciudad y en sus arrabales casi 2.500 casos, de los que 1.400 fueron mortales. La zona más castigada fue la de Valdocco, donde, sólo en la parroquia de Borgo Dora, se contaron 800 enfermos en un mes y 500 muertos. Junto al Oratorio hubo familias que quedaron no solamente diezmadas, sino exterminadas.
Ahora bien, ¿por qué razón el Oratorio de San Francisco de Sales se salvó ante la invasión y la devastación del fatídico cólera? Lo explica muy bien las Memorias biográficas.
Al esparcirse la noticia de que el mal empezaba a extenderse por la ciudad, don Bosco demostró ser el padre amoroso y el buen pastor de sus hijos. Empleó todas las precauciones posibles, aconsejadas por la prudencia y la ciencia, para no tentar al Señor. Hizo limpiar bien los locales, preparó otras habitaciones para disminuir el número de camas en los dormitorios, y mejoró la comida, lo cual le ocasionó notables gastos.
Por ello, el católico y benemérito periódico Armonía, habiendo sabido los apuros en que se encontraba don Bosco, publicó en su favor y en el de sus muchachos una llamada a la caridad de los fieles con este breve y jugoso artículo publicado en el número 95, del 10 de agosto de 1854:
AYUDA AL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES
«Son de todos conocidos el celo y la caridad con que el sacerdote Juan Bosco se sacrifica para instruir y educar a muchachos de la más humilde condición, los cuales, por lo general, están abandonados totalmente en punto a educación. El resultado de semejante abandono no podría contarlo nadie mejor que los magistrados encargados de castigar a los delincuentes que, en su mayor parte, pertenecen a dicha clase social. ¡Cuántos delitos evita la caridad de este pío sacerdote! Es así mismo de todos conocido que esta Obra, acogida al patrocinio de San Francisco de Sales, no cuenta para su sostenimiento más que con la caridad de las personas buenas, ya que no percibe ningún subsidio de la beneficencia pública. Cada cual puede hacerse una idea de lo que cuesta alojar y mantener a un centenar de jóvenes, sobre todo este año, en el que la carestía de víveres se deja sentir por doquier. Al llegar el cólera, hubo que hacer mayores gastos para asear locales, disminuir el número de camas en la misma habitación y adaptar por tanto otros locales para dormitorios, proveer de ropas, etc...
Sabemos de buena tinta que el buen sacerdote, siempre dueño de sí mismo y confiado en la Divina Providencia, que nunca falta ni a los pájaros del campo, ni a las fieras del bosque, pasa todavía por serios apuros, y está dispuesto a toda clase de sacrificios, antes que abandonar a sus queridos muchachos, ahora que es cuando más ayuda necesitan. No dudamos de que las almas generosas acudirán en auxilio del bondadoso y caritativo sacerdote, que siempre se declara deudor de todo cuanto ha hecho hasta el presente en pro de esos muchachos».
Pero Don Bosco, no satisfecho con las providencias terrenas, se acogió con toda su alma a la providencia del Cielo, quien, postrado ante el altar, hizo al Señor esta oración en los primeros días del peligro: «Dios mío, herid al pastor, pero mirad por la salud del tierno rebaño». Y luego, volviéndose a la Santísima Virgen, le rezó: «¡Oh María, Vos sois madre potente y amorosa, heme aquí dispuesto a morir cuando y como a Él plazca!». Era el buen Pastor que ofrecía la vida por sus corderos.
El 5 de agosto, fiesta de Nuestra Señora de las Nieves, que aquel año cayó en sábado, a cierta hora de la tarde reunió en torno a sí a todos los internos y les dirigió estas palabras:
«Habéis oído; les dijo, que ya ha hecho acto de presencia el cólera en Turín, y que ha habido algunos casos de muerte. Reina la consternación en la ciudad, y sé que algunos de vosotros vivís angustiados. Voy a daros algunas recomendaciones que, si las ponéis en práctica, espero que todos os libraréis de tan terrible mal.
Ante todo, habéis de saber que esta enfermedad no es nueva en el mundo. Ya hablan de ella los Libros Santos, en los que el Señor nos advierte de las causas que la producen. `En el exceso de alimento hay enfermedad, y la intemperancia acaba en cólicos'.
Pero el Señor, que nos da a conocer los fatales orígenes de esta calamidad, nos indica también los remedios para evitarla. `Sé parco, dice El, en las comidas que te ponen delante. Poco vino es suficiente a un hombre bien educado'. Y en otra parte da el Señor un remedio, que vale por todos, y dice: `Aléjate del pecado, endereza tus acciones y limpia tu corazón de toda culpa'.
He aquí, pues, queridos hijos míos, los remedios que os propongo para libraros del cólera. Son casi los mismos prescritos por los médicos: Sobriedad, templanza, tranquilidad de espíritu y entereza. Pero,  ¿cómo podrá tener tranquilidad de espíritu y entereza el que vive en pecado mortal, el que no está en gracia de Dios, el que sabe que si muere va la infierno?
Quiero también que nos pongamos en manos de María con alma y cuerpo. ¿Será el cólera efecto de causas naturales, como la infección del aire, el contagio, etc.? En tal caso, necesitamos de una buena medicina que nos preserve. Y ¿qué medicina mejor y más eficaz que la Reina del Cielo, llamada por la Santa Iglesia Salud de los enfermos, Salus infirmorum? ¿O no será más bien la mortífera peste un castigo de Dios, enojado por los pecados del mundo? En tal caso, necesitamos una elocuente abogada, una madre piadosa, que con valiosa plegaria y amable dulzura aplaque su enfado, desarme su mano y nos alcance misericordia y perdón. Y María es cabalmente esa abogada, esa Madre: Abogada nuestra; Madre de misericordia; vida, dulzura y esperanza nuestra.
Ya el año 1835 visitó esta misma enfermedad la ciudad de Turín, pero la Virgen Santísima la echó fuera enseguida. Como recuerdo de esta gracia, la ciudad de Turín levantó la hermosa columna de granito que sostiene la estatua de mármol de la Virgen, que nosotros admiramos en la plazoleta del Santuario de Nuestra Señora de la Consolación. ¿Quién sabe si la Santísima Virgen será quien nos libre de nuevo este año, alejando esta tremenda peste, o al menos no dejándola hacer estragos con tanta furia entre nosotros?
Hoy es la fiesta de la Virgen de las Nieves y mañana comienza la novena de la fiesta más bonita que la Iglesia ha instituido en honor de María Santísima; la fiesta que nos recuerda su plácida y santa muerte, su triunfo, su gloria y su poder en el Cielo. Os recomiendo que hagáis todos mañana una buena confesión y una santa comunión, para que pueda yo ofreceros a todos juntos a la Santísima Virgen, rogándole que os proteja y defienda como a hijos suyos queridísimos. ¿Lo haréis así?
-¡Sí, sí!, corearon todos a una voz.
Don Bosco se calló un momento y luego, tomando la palabra, siguió en un tono difícil de repetir. Dijo para concluir:
La causa de la muerte es, sin lugar a duda, el pecado. Si todos vosotros os ponéis en gracia de Dios y no cometéis ningún pecado mortal, yo os aseguro que ninguno será atacado por el cólera; pero, si alguno se obstina en seguir siendo enemigo de Dios, o lo que es peor, le ofendiera gravemente, a partir de ese momento yo no podría garantizar lo mismo para él ni para ningún otro de la casa»[1].
El efecto de estas palabras que produjeron en los muchachos fue terminante. Unos, aquella misma tarde, otros, a la mañana siguiente, todos los jóvenes internos y algunos del Oratorio festivo fueron a confesarse y a comulgar. A partir de aquel día, la conducta moral y religiosa de los chicos fue tan buena y ejemplar que no se podía esperar más: la oración, la frecuencia de los sacramentos, el trabajo, y la obediencia, la caridad y el temor de Dios, alcanzaron los más altos grados de perfección
Entre tanto, los casos de cólera eran cada vez más frecuentes en Turín y sus arrabales. En cuanto Don Bosco se enteró de que la epidemia empezó a rondar por los alrededores del Oratorio, se aprestó a asistir a las víctimas. Mamá Margarita, que en otras ocasiones había demostrado tanto miedo por la vida del hijo, en ésta manifestó que era un deber suyo desafiar el contagio.

Al mismo tiempo, el Ayuntamiento de Turín improvisaba lazaretos[2] donde recoger a los contagiados, carentes de asistencia y de cuidados en su propia casa. Pero -paradójicamente- si le era fácil abrir lazaretos por una y otra parte, le resultaba en cambio dificilísimo encontrar personas que, ni aun bien pagadas, quisieran prestarse a atender a los enfermos allí o en las casas particulares. Hasta los más valientes temían el contagio y no querían correr el riesgo de su propia vida. Nació entonces en la mente de don Bosco una idea grandiosa: idea que le llevó a tomar una singular decisión. Después de haberse prestado durante varios días y noches a servir a los apestados, juntamente con don Víctor Alasonatti y otros sacerdotes turineses colaboradores en el Oratorio festivo; después de haber visto con sus propios ojos la necesidad de muchos de aquellos enfermos, un día, reunió Don Bosco a sus jóvenes y los motivó dirigiéndoles unas sentidas palabras donde les describió el miserable estado en que se hallaban muchos enfermos, algunos de los cuales morían por falta del oportuno y necesario socorro. Les habló del hermosísimo acto de caridad que suponía dedicarse a atenderlos; de cómo el Divino Salvador aseguraba en el Evangelio que tendrá como hecho a El mismo el servicio prestado a un enfermo; de cómo en todas las epidemias había habido cristianos generosos, que, desafiando a la muerte, habían estado al lado de los pacientes ayudándolos y atendiéndolos física y espiritualmente. Les dijo que el Alcalde en persona había solicitado enfermeros y asistentes; que Don Bosco y algunos más ya se habían ofrecido y concluyó manifestando su deseo de que algunos de sus muchachos les acompañaran en aquella obra de misericordia.
Las palabras de don Bosco no cayeron en el vacío. Los muchachos del Oratorio las acogieron religiosamente y se portaron como hijos de tal padre. Catorce de ellos se presentaron inmediatamente, dispuestos a secundar sus deseos, y dieron su nombre para ser inscritos en la lista de la comisión sanitaria; y, pocos días después, siguieron su ejemplo otros treinta.
Si se tiene en cuenta, por una parte, el pánico que en aquellos días se enseñoreaba de los espíritus, al extremo de que muchos, sin excluir a los médicos, huían de la ciudad, y que había enfermos abandonados por sus propios parientes; y, por otra parte, la edad y la natural timidez de los muchachos en semejantes casos, no puede dejarse de admirar la noble audacia de los hijos de Don Bosco, el cual se alegró tanto, que lloró de satisfacción.
Con todo, antes de lanzarlos al campo de batalla, el buen padre les prescribió varias normas a seguir, a fin de que su trabajo fuera beneficioso a los enfermos física y espiritualmente, tanto para el cuerpo como para el alma. La terrible enfermedad tenía generalmente dos etapas: la caída, que, de faltar ayuda inmediata, de ordinario era mortal; y la reacción, en la que, al reactivarse la circulación de la sangre, muchos se libraban de la muerte. Por lo tanto, quien atendía a un contagiado debía preocuparse de vencer la violencia del contagio, provocando en él la reacción, que se conseguía con friegas moderadas y fomentos calientes en las extremidades, presas de calambres y del frío. Acerca de esto, Don Bosco dio a sus jóvenes enfermeros útiles instrucciones y oportunos conocimientos que los convirtieron en médicos improvisados. También les dio sugerencias acerca del alma, para que, por cuanto de ellos dependía, ningún enfermo llegara a morir sin los consuelos de la religión. Unos tenían que prestar sus servicios en los lazaretos, otros en las casas particulares, quiénes en una, quiénes en otra familia. Algunos corrían por los alrededores para enterarse de si había enfermos desconocidos; y, finalmente, otros se quedaban en casa dispuestos a acudir a la primera llamada.

Apenas se supo que los muchachos del Oratorio se habían entregado al cuidado y asistencia de los apestados y que eran excelentes enfermeros, se multiplicaron de tal modo las llamadas que, a la semana, hubo que cambiar el horario establecido. Parientes, vecinos y conocidos y el mismo Ayuntamiento, todos recurrían a Don Bosco, de suerte que los jóvenes estaban continuamente en movimiento. Había días en que apenas si podían tomar un bocado de pan y, a lo mejor, deprisa y en la misma casa del paciente. De noche, era un continuo ir y venir de uno que se acostaba, de otro que se levantaba; y más de una noche se la pasaron en vela, al lado de los enfermos sin punto de reposo, pero alegres y contentos.
Al principio, antes de incorporarse a su caritativo quehacer, cada cual se proveía de un frasquito de vinagre, de una dosis de alcanfor o algo parecido; al volver a casa se lavaba o se perfumaba para desinfectarse; pero luego, como había que repetir esta operación tan a menudo, hubo que renunciar a ella, para no perder tiempo. Entonces ya no pensaban más que en sus pobres enfermos y dejaban el cuidado de sí mismo en manos de la Divina Providencia.
La labor del Oratorio en aquellos momentos no fue solamente personal: aunque pobres, pudieron ayudar también materialmente a muchos. Ocurría, con frecuencia, que se encontraban con alguno sin sábanas, ni mantas, ni camisa, sin esto o aquello. Ante la falta de las cosas más necesarias, volvían a casa, exponían el caso a la buena mamá Margarita y ella, compadecida al oírles, iba a la ropería, buscaba y les entregaba lo necesario. Daba a éste una camisa, al otro una manta, a quién una sábana, a quién una toalla y así a uno tras otro. A los pocos días, ya no quedaba más que lo puesto o lo que servía para cubrirse en la cama.
Pero la petición de ayuda seguía: pobres madres que llegaban pidiendo para sus hijas, hijas que lo hacían por sus madres, otras mujeres que prestaban servicios de enfermeras; y Margarita, habiendo dado sus tocas y su chal, terminó por regalar también sus vestidos y refajos, de suerte que no tenía más que lo puesto.
Un día se le presentó una persona pidiéndole algo con qué cubrir a los enfermos. Margarita sufría intensamente por no tener nada que darle. Pero, se le ocurrió una idea de repente, tomó un mantel del altar, un amito, un alba y se fue a pedir permiso a Don Bosco para dar como limosna aquellas prendas de la iglesia. Don Bosco lo aprobó y Margarita entregó todo a la peticionaria.
Entre tanto, el Gobierno había acordado deshacerse de las órdenes monásticas, y Urbano Rattazzi, so pretexto del cólera, comunicaba a la Curia el día 9 de agosto que, no siendo suficientes los lazaretos municipales, tenía la intención de ocupar los conventos de Santo Domingo y de la Consolación y los monasterios de las lateranenses y las capuchinas. El Provicario Fissore hizo las correspondientes protestas, ya que se trataba de violar la clausura sin autorización de la Superioridad Eclesiástica y se negó a permitir semejante usurpación. Rattazzi le contestó severamente que las órdenes dadas no podían discutirse y que sólo el Gobierno era juez competente en las necesidades de la sociedad civil. El 18 de agosto, a las tres de la mañana, escalaban los guardias el monasterio de las canonesas lateranenses y conducían a las monjas a una quinta de la Marquesa de Barolo, cerca de la ciudad; y la noche del veintidós, cuarenta carabineros y guardias rompían la clausura e invadían el monasterio de las capuchinas; hallaron a las monjas rezando en el coro, las obligaron a salir, las condujeron en carruajes a Carignano y allí las encerraron en el monasterio de Santa Clara.
También los religiosos hubieron de abandonar Santo Domingo y la Consolación, quedándose solamente los indispensables para el servicio de las iglesias. Con el mismo pretexto fueron usurpados varios otros conventos del Piamonte, y los cartujos fueron expulsados por la fuerza de la magnífica cartuja de Collegno, para convertirla después en manicomio. Todo esto se hacía contra los derechos reconocidos por el Estatuto y, además, sin que aquellas casas religiosas sirveran para el fin con que el Ministerio las había usurpado.
…(continuará)


NOTA. – Debido a la actualidad de la situación generada por el coronavirus y la estrecha relación con el episodio de la epidemia de cólera vivida por Don Bosco, este artículo se publicará en dos partes debido a la extensión con la que lo contempla las Memorias Biográficas y los testimonios tan relevantes que se contienen.

PARA LA REFLEXIÓN
1. ¿Qué similitudes aprecias entre la realidad de Don Bosco con la situación actual?
2. ¿Atiendes al Coronavirus con miedo? ¿Cómo lo estás enfrentando?
3. ¿Sigues las normas dictadas por el Gobierno? ¿Sigues las normas religiosas que marca la Iglesia?
Puedes consultar más ampliamente la historia de la epidemia del cólera de 1854 en Turín vivida por los chicos del Oratorio de Don Bosco pinchando en el siguiente enlace:



[1] Así se expresó don Bosco la tarde del 5 de agosto de 1854.

[2] Un lazareto es un hospital o edificio similar, más o menos aislado, donde se tratan enfermedades infecciosas. Históricamente se han utilizado para enfermedades contagiosas, como la lepra o la tuberculosis, y algunas de estas instalaciones eran más bien de reclusión, sin ningún tipo de cuidados médicos ni salubridad

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