No se trata de un amor cualquiera: es el amor de los hermanos que se entregan la vida mutuamente. Donde el amor de Dios se hace más radical, allí hay que buscar la forma más lograda del amor del hombre. ¿Puede un ser humano amar más y mejor de lo que amó el Hijo de Dios a los pies de Pedro? Al arrodillarse Cristo delante de Pedro, Pedro quedó arrodillado delante de Juan y de Santiago y de Andrés y de Felipe... y hasta del Iscariote. La dádiva de Jesús instauró la fraternidad de sus discípulos. Y lo sigue haciendo cada día en su Iglesia: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía».
Ahora bien, la lógica que hay detrás del misterio del amor humano no es la del ejemplo o la imitación. No se trata de intentar parecerse a Cristo en su mucho amor, sino de consentir que Él sitúe nuestros afectos en el plano de su propia entrega. En una palabra: tomar su pan y su cáliz y su toalla ha de transformarnos, de su suerte que en las venas de nuestro amor humano corra la sangre de su amor divino. Esa es la lógica del que ha ofrecido su sangre para que la nuestra vuelva a fluir. Fue la sangre de un cordero lo que salvó a los israelitas, mostrándolas que podían ser un solo rebaño en brazos del Buen Pastor. Ahora es la sangre del Pastor, que se hace cordero, la que nos salva. Ya no hay que temer que alguna oveja se pierda: todas pueden amarse y servirse con la fuerza del Cordero de Dios.
Dejemos hoy que el amor del hombre llegue hasta nosotros en todo su misterio, que Cristo nos diga a cada uno: «Si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo». Y al ver cómo vuelca la jofaina, ¿entraremos en la corriente viva de su pascua fraterna?
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